miércoles, 8 de julio de 2015

La secta de los viajadores bisnis (o ¿qué esconde la cortinilla gris de la cuarta fila?)


NO lo cuentan, y siempre responden con un «bah, tampoco es para tanto, no hay nada especial, un poco más de hueco para las piernas, el periódico y eso…», pero la verdad que se oculta tras las cortinas cerradas de la tercera o cuarta fila de asientos de un avión es mucho más enjundiosa.

Todo empieza cuando estas personas son avisadas para embarcar desde el altavoz del mostrador que da paso al pasillo elevado, o fínguer. En efecto, un viajador bisnis recibe una invitación Prioritaria o de algún Club o sociedad Plus, para acceder al aparato antes que nadie. De esa manera, evita dos experiencias terribles, reservadas al resto de los mortales, a saber, la cola de espera y la retirada repentina del equipaje de cabina. Eso es muy duro, y lo saben. Uno prepara con minuciosidad esta pieza de equipaje, la troli, y evita llenarla con más elementos de los necesarios, total, para un viaje corto, tampoco se necesitan más calcetines, ni tantas mudas limpias. Al fin y al cabo, si ocurriera un accidente, tampoco importaría mucho que el médico te pillase sin haberte cambiado de ropa interior.

Esa minimaleta imposible, que se ajusta perfectamente, nadie sabe cómo, al hueco de los armaritos de cabeza –es otro de los misterios de los aviones, lo trataré en otra ocasión, si consigo resolverlo. La experiencia, como decía antes, de sufrir una retirada unilateral e indiscutible de la maleta de mano es desoladora, por injusta y arbitraria, pues echa por tierra todo el esfuerzo de selección y organización que resumía hace unas líneas. Además, el tiempo que se tarda luego en recuperarla a la llegada, unido al riesgo de que se extravíe o se rompa en el inexplorado recorrido que debe efectuar por las bodegas de la aeronave, ya justificarían parte de la diferencia de la tarifa que pagan los viajeros prioritarios.

De todo esto se libran, y de mucho más, los dueños de un vip-llete de avión. Por cierto, casi omito detallar el pequeño paraíso que se abre a esta casta de pasajeros, cuando llegan con demasiado tiempo de antelación al aeropuerto. Es más, aunque no lo reconozcan –de nuevo el código de silencio del viajador bisnis— se sabe que muchos de ellos llegan antes al aeropuerto a propósito. En las salas para personas-muy-importantes, —vips lounges en inglés—, el viajante es recibido en un silencio casi monacal, solo roto por la música relajante y por el ruido de los hielos al chocar con el fondo de los vasos para combinados.

En casi todos estos templos de la espera mimada hay un muestrario de sándwiches, pastelitos, zumos, y todo tipo de infusiones, además de bebidas, de todas las graduaciones, incluso de las que no tienen ninguna. No obstante, un buen viajador bisnis sabe, por supuesto, que no necesita atiborrarse de comida, pues cuando se cierre la cortina separadora de clases, ya tendrá tiempo de paladear los menús provistos por la compañía para amenizar el trayecto y apaciguar el gusanillo a la deshora —casi nunca coincide con la habitual— de comer.

La experiencia clasista se refuerza una vez que el viajero bisnis ha accedido por fin al aparato, y ya se ha acomodado en su sillón. Como me estoy refiriendo a un vuelo corto, la holgura del espacio vital se asegura dejando libre el asiento intermedio. Esto dispensa al vip de la molestia de entrar en contacto, siquiera mínimo, con el codo del compañero de vuelo. ¿A quién le corresponde usar el reposabrazos? Esta pregunta queda respondida sin llegar a plantearse en el caso de los viajadores  de la zona bisnis. Cada uno tiene sus dos reposabrazos, el izquierdo y el derecho, que puede usar a discreción. El asiento central vacío es una concesión a la socialización, pues puede compartirse, en un alarde de camaradería entre viajadores casi vecinos, que así tienen un tema para romper el hielo, si les apetece conversar.

Pero esto no es lo principal de los primeros momentos. Lo sublime es la gozada de ver a los demás pasajeros desfilando —obligatoriamente— por el pasillo, observando fugazmente a los recientes usuarios de la sala vip, con la envidia contenida, y paseando la mirada con disimulo, por si detectasen algún famoso, un deportista de élite, o un político del candelabro. El baño de vanidad también forma parte de las sensaciones incluidas en un billete de primera clase.

La distribución del fláyer —podía haber dicho octavilla, pero estamos con aviones, y me pega más, esa cursilería— que recuerda el menú se produce, como todo lo que sucede tras el despegue, al abrigo que la famosa cortina separadora proporciona. De esta forma, los demás viajeros siguen felizmente ajenos a lo que sucede en las primeras filas de la cabina. Por supuesto, si ningún viajante bisnis incumple el código vip, nunca llegarán a enterarse. Lo verán en alguna película, pero no se lo creerán. Así se refuerza el misterio de la casta bisnis, y nadie debe romperlo. Es muy práctico, porque sería muy difícil hacerles creer que la comida viene servida en recipientes de loza y cristal, o que hay cubiertos metálicos. No, es mejor así, la ignorancia es la felicidad. Bendita cortinilla gris.

Mi fuente informadora, que decidió desvincularse hace poco de la clase privilegiada, me reconoció que, pese a las críticas que circulan por los blogs de viajes, «¡la comida que sirven en la clase business es muy sabrosa!» El vino, en botellitas de cristal, se escancia en copas diminutas, para evitar los derramamientos, y «el pan está caliente, como recién hecho», afirmó. Auténticos privilegios, reservados para unos pocos, ciertamente.

Corro el riesgo de ser señalado y excluido en un futuro de esta categoría de viajeros de postín; aún así, espero haber contribuido a destripar sin miramientos el misterio que se esconde tras la cortina gris de los aviones, tan bien guardado hasta la fecha como el mito del servicio de chicas, ya derribado con profuso detalle en la literatura moderna.