martes, 29 de diciembre de 2015

Para acabar con el Estado Islámico, ayudemos a Túnez


[Traducción libre —no autorizada ni solicitada expresamente— de un artículo de Christian Caryl (@ccaryl), publicado en Foreign Policy]

Una de las mejores formas de debilitar a los yihadistas es ayudar a Túnez a demostrar que la democracia ofrece una mejor calidad de vida

Recientemente, el Estado Islámico bombardeó un avión de pasajeros ruso en vuelo, matando a las 224 personas que viajaban a bordo; también provocó atentados suicidas con explosiones en Beirut, en los que murieron 43 personas, y lanzó varios ataques en París que dejaron 129 muertos. Si alguien tenía alguna duda, ahora la ha disipado: la fuerza militar debe formar parte de la respuesta occidental al Estado Islámico.

Con todo, al tratar de bombardearlo hasta someterlo corremos el riesgo de crear más terroristas de los que estamos eliminando. Los propios ideólogos del Estado Islámico buscan espolear a sus enemigos hacia una reacción desmedida que cree nuevos reclutas para el califato naciente y erosione las libertades que consideramos garantizadas en occidente. Además, la fuerza militar no basta.

Occidente no podrá destruir el Estado Islámico sin una estrategia política que aborde los problemas que lo hicieron surgir. Este grupo ha prosperado porque ha proporcionado un hogar ideológico a los Suníes más agitados de Siria e Iraq. En Iraq, ofrece seguridad y refugio a los islamistas suníes y exbaazistas que fueron duramente perseguidos por los gobiernos shiíes instalados en Bagdad después de la invasión de EE UU en 2003. En Siria, goza de una reputación como el enemigo más correoso del presidente Bashar al-Assad. 

Será duro derrotar al Estado Islámico sin socavar antes su atractivo entre estas poblaciones descontentas. La visión fundamentalista del Estado Islámico también atrae a los yihadistas y a sus simpatizantes del más amplio Oriente Próximo y norte de África. Están encantados ante la promesa de un califato revivido que haga cumplir una versión estricta de la ley islámica y desafíe a Occidente plantándole cara. Las victorias militares sobre los combatientes del Estado Islámico contribuirán ciertamente a socavar su imagen de invencibilidad, pero si realmente deseamos derrotarlo del todo, es necesario ganar también en el terreno de las ideas. Eso incluye presentar un alternativa ideológica sólida. 

Afortunadamente, tal alternativa existe: Túnez. 

A pesar de los malos pronósticos, Túnez (11 millones de habitantes) ha destacado como el único caso de éxito entre las primaveras árabes. Los tunecinos se aferran a sus instituciones democráticas duramente ganadas a pesar de la considerable agitación política y económica que padecen. El partido islamista Ennahdha ha desempeñado un papel crucial en este éxito, demostrando su buena voluntad de compartir el poder con sus opositores ideológicos y permitiendo la genuina competencia política. 

La decisión que llevó al comité del Nobel a conceder el último premio de la paz a cuatro grupos determinantes para la transición democrática del país ha supuesto el reconocimiento internacional del logro de los tunecinos. Si Túnez puede mantener y ampliar a sus instituciones democráticas, enviará un mensaje vital al resto de Oriente Próximo y África del Norte. Demostrará que los árabes y la democracia no tienen por qué ser mutuamente excluyentes; demostrará a musulmanes practicantes que no tienen nada que temer de la separación entre religión y estado, y demostrará a los liberales que no deben tolerar a dictadores corruptos como única protección frente a las dictaduras religiosas. 

Una democracia tunecina próspera y vibrante es nuestro mejor argumento en contra de la dictadura yihadista. Ahora mismo, desafortunadamente, el experimento democrático de Túnez está en riesgo, debido a numerosas luchas políticas internas, una gran agitación económica y una seguridad debilitada. Por tanto, es hora de que la comunidad internacional coordine sus esfuerzos y haga todo lo posible para garantizar que Túnez consiga la ayuda que necesita. 

A quien piense que estoy inventándome todo esto, debo recordarle que fue precisamente Túnez el país que los yihadistas afines al Estado Islámico eligieron como blanco de algunos de los primeros ataques terroristas fuera de los límites del denominado «califato», el territorio ocupado de Siria e Iraq. En marzo de 2015, los yihadistas protagonizaron un tiroteo en un museo céntrico de Túnez, en el que mataron a 21 personas. Tres meses después, un pistolero mató a otras 38 personas en un complejo turístico de la localidad costera de Soussa. El hecho de que ambos actos violentos tuvieran como objetivo turistas extranjeros no fue casualidad. Los terroristas saben que la manera más fácil de someter a Túnez es herir su lucrativo sector turístico. Y en ese punto, parecen estar apuntándose el éxito. Aunque no hay cifras fiables, poco tiempo después de los ataques, muchos complejos tunecinos están cerrando ya debido a la carencia de visitantes. 

Tampoco es este el único problema al que se enfrenta Túnez. La economía no turística también está cediendo. La corrupción —uno de los principales detonantes de la sublevación de 2010 contra el dictador Zine El Abidine Ben Ali— continúa presente. A pesar de varias elecciones y una sociedad civil activa, el gobierno ha hecho poco para cambiar sus propias instituciones. En concreto, la base del viejo estado policial, el Ministerio del Interior, todavía tiene un gran poder con escaso control público. 

La lucha contra los yihadistas no parece ganar demasiado impulso. Túnez destaca como una de las fuentes principales de reclutas extranjeros del Estado Islámico, lo cual es una prueba de lo que aún falta por hacer. Estados Unidos y la Unión Europea (con su Política de vecindad europea) han hecho mucho para ayudar a Túnez. Pero ahora,  como consecuencia de los ataques de París, los amigos de Túnez tienen que aumentar su apuesta. 

Es hora de dar a la colaboración con Túnez una mayor prioridad en la política exterior. La comunidad internacional tiene que ayudar a Túnez a poner en marcha  reformas económicas importantes dirigidas especialmente a afrontar el desempleo juvenil y las enormes disparidades regionales en cuanto a bienestar y desarrollo, dos argumentos cruciales para el reclutamiento de yihadistas. Al mismo tiempo, ha de facilitar la ayuda financiera necesaria para amortiguar los efectos posibles del cambio. Los programas anticorrupción y otras reformas del gobierno deben ganar protagonismo. Es preciso acelerar los esfuerzos por alcanzar un acuerdo de libre comercio entre la UE y Túnez. 

En el ámbito de la seguridad, los gobiernos occidentales deben tratar de impulsar en este país la reforma de su anticuado aparato de seguridad, cuya mano dura y carencia de responsabilidades amenaza con crear insurgentes a más velocidad de la que se tarda en frenar su aumento. Esta colaboración en materia de seguridad debe centrarse especialmente en reforzar las fronteras de Túnez, cuyas fuerzas de control no están claramente por la labor de asegurar las enormes y porosas fronteras con Libia y Argelia. 

Si tenemos en cuenta la larga tradición de corrupción de la burocracia de la seguridad de Túnez, inyectar más dinero y armas no parece que sea la mejor respuesta. En lugar de eso, la comunidad internacional debe ayudar al gobierno a calcular las estrategias más eficaces y las mejores maneras de ejecutarlas. 

Imaginemos el impacto que una acertada transición tunecina podría tener en su región circundante. Imaginemos una democracia en el norte de África, cuyas grandes decisiones son adoptadas por representantes electos, con sus deliberaciones aireadas por una prensa libre y con una cultura cívica vibrante. Imaginemos una democracia árabe donde la policía y las fuerzas de la seguridad responden a la ley. Una democracia musulmana que cree bienestar, y lo distribuya con equidad, favoreciendo los impulsos emprendedores de la gente corriente, asegurando el imperio de la ley, y facilitando la auténtica competencia. 

Un Túnez próspero y democrático llevaría el mensaje de que tener petróleo bajo tierra no es la única solución que un país árabe tiene para ser próspero.

Todo esto es realizable. Túnez ha hecho ya una buena parte del trabajo. Pero necesita nuestra ayuda. Dado el tamaño de Túnez, los recursos implicados no son enormes, y las ventajas potenciales son incalculables. Elaboremos un plan Marshall para Túnez, en el que figure la ayuda de todos los países que deseen ayudar.

Traducción: @adetorre

domingo, 6 de diciembre de 2015

Intérpretes con alarmantes superpoderes


Publicado originalmente en CafeBabel, el 2 de noviembre de 2015

Ha tenido que aparecer un artículo en el diario alemán Die Welt, para orientar algún foco de atención hacia los intérpretes de idiomas, actores sin escenario, pero determinantes en el protocolo de admisión de los miles de refugiados que llegan a Alemania desde el inicio de esta terrible crisis humanitaria.

El país que más músculo quiere demostrar durante la gestión de la dramática llegada masiva de refugiados no consigue afinar el procedimiento para alinearlo totalmente con sus legendarios estándares de calidad —por no hablar ahora de VW, que también se empeña en enturbiar, por razones bien distintas, el brillo del lema Hergestellt in Deutschland, fabricado en Alemania.
El citado artículo, titulado de forma sugerente —o inquietante, por lo que luego explicaré— «El peligroso gran poder de los intérpretes de refugiados» (Die gefährlich große Macht der Asyl-Dolmetscher), firmado por Virginia Kirst en el conocido medio alemán, encadena hasta media docena de problemas que pueden dar al traste con los esfuerzos germanos de la fase inicial del proceso de acogida. En dicho proceso, todo depende de la «persona que decide» (Entscheiderin), tras una entrevista con cada peticionario. «Sin intérpretes, aquí no funciona nada» llegan a decir en la BAMF (Oficina Federal de Migración y Refugiados). 

EXCESIVO PODER SIN HOMOLOGAR 
El primero de los problemas es el excesivo poder que acumulan, sin proponérselo, estos intérpretes, pues, por un lado, son los únicos que entienden a ambas partes, algo crucial, y lleno de matices, como es de imaginar. Por otro lado, también son los únicos participantes en este filtro inicial que no tienen ninguna homologación ni reconocimiento explícitos del Estado basados en criterios de fiabilidad o profesionalidad. La autora no lo menciona, pero si ya hay voces que denuncian la infiltración de yihadistas entre las sufridas oleadas de personas, cómo no pensar en lo arriesgado que sería que esos mismos fanáticos se ofrecieran para facilitar el primer trámite a sus hermanos de armas, en un punto tan decisivo para su llegada a Europa. Un intérprete descontrolado es demasiado poderoso. Esto enlaza con el segundo problema: la BAMF no se rige por estándares de calidad a la hora de contratar a los intérpretes de algunos idiomas. La Asociación Alemana de Intérpretes y Traductores (BDÜ), llega a decir que, para las autoridades, «basta decir que eres intérprete para ser reclutado», en el caso que nos ocupa. Según recoge Kirst en su artículo, la Oficina Federal lo confirmaría, afirmando que «los únicos criterios son la competencia lingüística y la fiabilidad personal». Mucho poder y mucho riesgo, insisto. 

LOS MALOS INTÉRPRETES NO SON SANCIONADOS 
La consecuencia lógica de los dos problemas anteriores es el tercero, enunciado en el reportaje como «Los malos intérpretes no son sancionados»; es decir, no se la juegan de ninguna manera; como mucho, si se llega a demostrar que lo hacen fatal, puede que no vuelvan a ser llamados para la tarea. Para colmo, en la propia BAMF ya trabajan varios intérpretes que no pertenecen a la asociación oficial porque no han superado el examen estatal que los homologa como tales. No se libra ni el sistema. ¿Y las tarifas? Llegamos al cuarto problema, en el que la autora compara los 25 a 30 euros por hora que la Oficina Federal puede pagar a estos improvisados intérpretes –muchos de ellos son, en realidad, antiguos inmigrantes que tienen los recursos lingüísticos suficientes para comunicarse en ambos idiomas—, frente a los 70 € que cobra un intérprete oficial, sin incluir desplazamientos o preparación de los casos. Aunque el artículo no sugiere soluciones concretas, sí se pide que se destinen más medios a la capacitación de intérpretes profesionales, especialmente de idiomas como el árabe, el tigriña (idioma oficial de Eritrea) y el somalí, realmente escasos. «Si no hay suficientes profesionales, no podemos censurar a la BAMF por emplear a los que no lo son; sencillamente, no se puede cubrir la demanda», reconocen desde la BDÜ. 

CALIDAD Y TIEMPO ESCASOS 
El quinto problema es la escasa calidad de las interpretaciones, empeorada por la presión del poco tiempo disponible para las entrevistas. Hay quien no se entera de que le han denegado la solicitud de refugio a causa de una mala interpretación, y no se explica qué es lo que ha fallado. No es cuestión de matices o sutilezas idiomáticas: se trata de personas y de sus futuros. La serie de problemas termina con la constatación de que muchos de los refugiados desconocen sus opciones legales para defenderse, como la de tener un abogado presente durante la entrevista. Tampoco son conscientes de las terribles consecuencias que un abuso de poder —una mala interpretación— puede acarrearles en su incierto futuro. El asunto es complejo, y nadie dice que la solución sea sencilla, pero la hay. Estamos a tiempo, espero. Publicar en Die Welt esta lista de problemas puede ser una primera dosis de la kriptonita que se necesita para desactivar los efectos perversos de estos superpoderes. Por el bien de todos, es preciso regularizar con minuciosidad el ejercicio de esta hermosa profesión en uno de los ámbitos más humanitarios en que puede desempeñarse.