martes, 10 de junio de 2014

Por qué prefiero no ser aforado

A la espera de que la manida musa me pille trabajando, me he puesto a teclear. Quizás, cuando haya enganchado la tercera o cuarta velocidad de este bólido de escribir, la susodicha se me asome por la ventanilla y me grite: «Habla de esto, o de esto otro, que aún no hay nadie que lo haya publicado esta semana».

Es evidente que no utiliza buscadores, ni uno de esos enlaces que te llevan a toda la blogosfera mundial; de lo contrario, sabría enseguida que atreverse a clasificar algo como «no publicado aún», es una valiente osadía, permítanme esta redundancia, o casi.

Pues bien, como ya llevo dos párrafos y no me adelanta nadie, me lanzaré al hueco vacío para intentar aclarar por qué prefiero ser desaforado.

Me mola serlo, aunque vaya en contra de la afición actual que tienen muchas personalidades públicas, desde presidentes de gobierno, hasta seguramente, el futuro exrey (con sus dos incógnitas, equis e i, griega, en el cargo), pasando por jueces de tribunales, altos y menos altos, y llegando a todo tipo de servidores de los miles de órganos de gobierno, de justicia y de legislación que atesora nuestro solar patrio.

Parece que el número de personas con algún tipo de aforamiento podría sobrepasar las 10.000. Diez mil titulares de DNI español que resultan ser, como mínimo, menos iguales que todos los demás ante la ley, porque los juzga alguien al que, en algunos casos, han contribuido a elegir entre ellos mismos, por simplificar.

Entonces, ¿a fuer de qué, ser desaforado?

Vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador —buen ejemplo de tipo desaforado, por cierto.

La primera vez que escuché la palabra aforado fue en la facultad de químicas, para hablar de un tipo de matraz, o botellón muy elegante, quizás por combinar un trasero cuasiesférico con un cuello largo y delgado —véase ahora la imagen que acompaña—, y la característica de presentar una marca circular grabada a modo de gargantilla tatuada a esmeril. Eso es un matraz aforado.

La marca indica exactamente la medida del contenido que puede albergar este recipiente. Antes puse botellón, pero los hay incluso de 1 ml, de manera que basta un minúsculo despiste visual durante el enrasado —llenado a ras, a nivel, hasta el aforo— para verse obligados a repetir la operación.

[Ya voy llegando a donde quería, un poco de paciencia, que quedan solo tres o cuatro párrafos, creo] 

Vemos, entonces, que en el contexto de la ciencia, algo que es aforado —y de vidrio— tiene el límite marcado con total precisión. La paradoja se presenta en la vida pública, donde la persona aforada puede sobrepasar las marcas que, además de estar aparentemente por encima de las que tenemos los demás, resultan más difíciles de delimitar.

Con la excusa de mi atrevida ignorancia —véase mi post anterior, y perdón por la autocita— pregunto aquí por qué en unos ámbitos ser aforado constituye un límite y, en otros, carecer de tope, con la posibilidad añadida de escapar al control de esa justicia que se imparte a todo hijo de vecina o de vecino, mire usted.

La explicación que me llega, defendida hasta el desafuero entre los que poseen «la condición», es que hay que protegerles por si durante el ejercicio de sus profesiones públicas llegaran a saltarse la legalidad; en suma, sobrepasar la que debería servir de fuero, en el sentido legal, y de aforo, en el sentido científico, para todos, presuntamente iguales ante la ley, como dice la Constitución.

Por no irme sin responder a la pregunta planteada, diré que me agarro a la definición científica, y prefiero disfrutar todo lo posible de mi desaforamiento vital, mientras me lo permitan las circunstancias. Termino aquí, esperando haber llegado la mayor audiencia —que no aforo— posible. Un placer.

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