martes, 3 de junio de 2014

La gorra de opinar



Poco puede agregarse al maremágnum de opiniones, críticas, evaluaciones y otras expresiones del parecer que la inquieta actualidad está provocando entre los usuarios patrios de nuestra casi cuarentona democracia —alguna cana ya empieza a peinar, aunque se la disimulen con tinta de algún periódico reciclado.

Tras una segunda mitad de mayo balompédica hasta más no poder, y tauromáquica dramática hasta más no sangrar, sin solución de continuidad, llegó la eurosorpresa del partido nominalmente potente y emergente del singular politólogo de la coleta, la dimisión del cántabro exprofesor de química orgánica, el debate interno o primario en el partido de la rosa, la expresión de la intenciones sucesorias —al trono monclovita— de la exministra autoexiliada en Miami, la dimisión fulminante de un juez constitucional por conducir falto de casco y sobrado de tasa de alcoholemia y, como real colofón, la abdicación del borbón más campechano, con el inminente acceso al trono del sexto de la saga de los felipes de España. Qué estrés.

En esa misma España por ahora borbónica hemos tenido que desempolvar a la vez las tres gorras de expertos que más nos gustan: fútbol, toros y, ahora, alta política ¿qué más queremos? ¿alguien piensa que estamos atocinados y sin opinión? Eso es falso de toda falsedad. O no.

Si pudiéramos cotillear las conversaciones —dicen que Obama ya lo hace—, y llegásemos a escuchar los argumentos de los participantes en cualquiera de los debates espontáneos de estos días, la decepción podría ser más fuerte que la satisfacción, pues resulta que, con honrosas excepciones —profesionales en cada materia, no tertulianos profesionales, por ser algunos juez y parte—, las diatribas no alcanzan a hilvanar más de tres o cuatro razones básicas.

El lastimoso común de los que gastamos esas gorras de analistas reversibles por tres caras hacemos válido el refrán de «la ignorancia es atrevida», y las más de las veces basamos nuestra explicación en el último tuit que hemos visto, o en el penúltimo MEME —foto con frase alegórica, humorística o «de pensar»— que nos colocan en guasap de nuestro móvil. Lecturas de referencia que, en el mejor de los casos, totalizan unas 20 palabras. Hay quien lee blogs o la prensa, pero es minoría, me temo.

Esa falta de fondo documental no nos impide, sin embargo, proclamar sin ningún recato lo que haríamos para solucionar los problemas surgidos en una de esas charletas-debate. Sin pestañear podemos pasar de exigir un referéndum para pedir la III República, a detallar la mejor alineación posible para el mundial, o mostrar las fotos de los últimos morlacos de San Isidro que llevamos en el smartphone, expresando nuestro pronóstico visual para la corrida de esa misma tarde. A veces, incluso, se nos hincha la yugular durante la defensa de nuestras sesudas tesis.

En España, el género radiotelevisivo de las tertulias no hace más que «canalizar» —¿pillan el doble sentido?— lo que mejor sabemos hacer: opinar sobre todo. Luego, no nos quejemos si un día se colocan al frente del cotarro los que mejor sepan manejar y orientar el relato sin más fundamento que el de su propio interés. En mi caso, creo que prefiero la sensación de parecer ignorante y no opinar, que ver las caras de los que me escuchan, porque están confirmándolo, todo por no haber leído o reflexionado lo suficiente sobre una materia.

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