jueves, 26 de junio de 2014

Damnatio memoriae

Los antiguos romanos ya practicaban una peculiar costumbre que me viene muy bien para introducir lo que hoy traigo a estas líneas.

Se trataba de la «damnatio memoriae», una práctica por la que, tras su muerte, debía eliminarse cualquier traza de un personaje relevante que hubiera sido declarado perjudicial para el estado. La labor era ingente, pues había que quitar su nombre y todo lo que recordara su existencia de monedas, pinturas, inscripciones, escritos, leyendas, entre otros sitios. Si, encima, el personaje había sido emperador, se derogaban o revisaban las leyes que hubiera firmado, y se reducía al mínimo su huella política para los restos. Hasta el nombre resultaba proscrito y no debía mencionarse.

No hay que ser muy mal pensado para creer que también debía de ser una forma expeditiva de deshacerse de la posible «herencia recibida», pues también había quien conseguía condenar la memoria de gobernantes anteriores solo para ensalzar la tarea de los entrantes.

Poco se imaginaban los de las túnicas y las sandalias que, muchos siglos después, sus sucesores iban a pedir que se hiciera con ellos algo parecido, pero voluntariamente y en vida.

No obstante, si de verdad prospera eso del «derecho a ser olvidado», se me ha ocurrido que yo quiero reclamar para mí lo contrario, es decir, que se me recuerde por derecho. Reconozco que aún no he hecho nada especialmente memorable o importante; al menos, según el criterio de lo que figura en libros de récords, efemérides, biografías autorizadas o furtivas, o páginas de Wikipedia, aunque sean editadas por mí mismo, o por mis circunstancias, que diría Ortega, o casi.

Lo memorable o lo importante son medidas de las cosas algo relativas, tirando a subjetivas, y me explico: una de mis queridísimas hijas puede opinar que este blog es magistral, porque me compara con el del padre de uno de sus amigos, y ve que, al menos, intento ponerle chispa, alejándome algo de los lugares comunes que trufan la red. Eso sería algo relativo.

Por su parte, otra de mis hijas, igual de adorable que la primera, o más, podría tildar de basura esta publicación, porque para ella todo lo que suponga entrometerse o, en mi caso, exponer mis sentimientos, opiniones o sensaciones sería algo repugnante. Eso sería algo subjetivo. Y estamos hablando del mismo blog, y del mismo padre.

Bien, retomemos el hilo. Decía que pediría ser recordado, o, mejor dicho, no ser condenado al olvido, como les sucedió a algunos romanos insignes, porque quiero pensar que si alguien guglea mi nombre dentro de varias décadas, y en la búsqueda surge alguno de estos escritos, o los que hacía cuando me limitaba a postear cien palabras exactas, al menos unas cuantas personas encontrarían solaz leyendo estos pensamientos desordenados que hoy alimentan esta bitácora —nombre que intentó servir de alternativa a la palabra «blog», pero que no prosperó, como se sabe.

Una dosis elevada de pervivencia y egolatría combinadas me hace desear que mis testimonios, de una calidad relativa y subjetiva a la vez, pudieran servir para mantenerme presente entre los que aún lo estén de verdad, pues ya se sabe que nadie muere mientras permanece en el recuerdo. Esa sería, en realidad, la principal razón que impulsa mi petición.

Mientras relato esto, no obstante, siento que puede surgir un cierto conflicto sobre la fiabilidad de lo publicado por uno mismo, o autopublicado, en esta red de redes.

Como todos sabemos, cuando estamos en sociedad —en la real, la de carne, hueso y polvo—, no aireamos alegremente nuestras facetas más oscuras; más bien, en todo caso, nos refocilamos con el relato de las sombras del prójimo. Por la misma razón, en Internet tampoco nos pide el cuerpo compartir las miserias o tristezas de nuestra vida cotidiana, más allá de referirnos a alguna desgracia, enfermedad o deceso puntuales de familiares o amigos, pero son las menos, por suerte. En consecuencia, un ojeador del pasado solo encontraría nuestra versión más edulcorada o publicable, aquella en la que estamos mejor vestidos para la exposición pública y sin pixelar.

El derecho al olvido que se reclama últimamente a los buscadores, empero, no afecta a esa parte del pasado de cada uno, sino a la de las cosas malas no autopublicadas, las vergonzantes, las que nos pueden cerrar las puertas a un puesto de trabajo o a una nueva amistad: deudas, juicios, multas, embargos, reclamaciones, escándalos, aventuras, borracheras, desmadres, disfraces, fotos en las que nos gustaría aparecer, como mínimo, cubiertos de gruesos píxeles. La relación es tan inacabable, que ni siquiera los romanos serían capaces de aplicar una damnatio memoriae a toda esa información que lastra sin piedad a muchos afectados.

Reconozco que es en estos casos cuando entiendo el porqué de esta reclamación de «ciberborrón y cuenta nueva» que espero no tener que plantear jamás ante ninguna instancia.

martes, 10 de junio de 2014

Por qué prefiero no ser aforado

A la espera de que la manida musa me pille trabajando, me he puesto a teclear. Quizás, cuando haya enganchado la tercera o cuarta velocidad de este bólido de escribir, la susodicha se me asome por la ventanilla y me grite: «Habla de esto, o de esto otro, que aún no hay nadie que lo haya publicado esta semana».

Es evidente que no utiliza buscadores, ni uno de esos enlaces que te llevan a toda la blogosfera mundial; de lo contrario, sabría enseguida que atreverse a clasificar algo como «no publicado aún», es una valiente osadía, permítanme esta redundancia, o casi.

Pues bien, como ya llevo dos párrafos y no me adelanta nadie, me lanzaré al hueco vacío para intentar aclarar por qué prefiero ser desaforado.

Me mola serlo, aunque vaya en contra de la afición actual que tienen muchas personalidades públicas, desde presidentes de gobierno, hasta seguramente, el futuro exrey (con sus dos incógnitas, equis e i, griega, en el cargo), pasando por jueces de tribunales, altos y menos altos, y llegando a todo tipo de servidores de los miles de órganos de gobierno, de justicia y de legislación que atesora nuestro solar patrio.

Parece que el número de personas con algún tipo de aforamiento podría sobrepasar las 10.000. Diez mil titulares de DNI español que resultan ser, como mínimo, menos iguales que todos los demás ante la ley, porque los juzga alguien al que, en algunos casos, han contribuido a elegir entre ellos mismos, por simplificar.

Entonces, ¿a fuer de qué, ser desaforado?

Vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador —buen ejemplo de tipo desaforado, por cierto.

La primera vez que escuché la palabra aforado fue en la facultad de químicas, para hablar de un tipo de matraz, o botellón muy elegante, quizás por combinar un trasero cuasiesférico con un cuello largo y delgado —véase ahora la imagen que acompaña—, y la característica de presentar una marca circular grabada a modo de gargantilla tatuada a esmeril. Eso es un matraz aforado.

La marca indica exactamente la medida del contenido que puede albergar este recipiente. Antes puse botellón, pero los hay incluso de 1 ml, de manera que basta un minúsculo despiste visual durante el enrasado —llenado a ras, a nivel, hasta el aforo— para verse obligados a repetir la operación.

[Ya voy llegando a donde quería, un poco de paciencia, que quedan solo tres o cuatro párrafos, creo] 

Vemos, entonces, que en el contexto de la ciencia, algo que es aforado —y de vidrio— tiene el límite marcado con total precisión. La paradoja se presenta en la vida pública, donde la persona aforada puede sobrepasar las marcas que, además de estar aparentemente por encima de las que tenemos los demás, resultan más difíciles de delimitar.

Con la excusa de mi atrevida ignorancia —véase mi post anterior, y perdón por la autocita— pregunto aquí por qué en unos ámbitos ser aforado constituye un límite y, en otros, carecer de tope, con la posibilidad añadida de escapar al control de esa justicia que se imparte a todo hijo de vecina o de vecino, mire usted.

La explicación que me llega, defendida hasta el desafuero entre los que poseen «la condición», es que hay que protegerles por si durante el ejercicio de sus profesiones públicas llegaran a saltarse la legalidad; en suma, sobrepasar la que debería servir de fuero, en el sentido legal, y de aforo, en el sentido científico, para todos, presuntamente iguales ante la ley, como dice la Constitución.

Por no irme sin responder a la pregunta planteada, diré que me agarro a la definición científica, y prefiero disfrutar todo lo posible de mi desaforamiento vital, mientras me lo permitan las circunstancias. Termino aquí, esperando haber llegado la mayor audiencia —que no aforo— posible. Un placer.

martes, 3 de junio de 2014

La gorra de opinar



Poco puede agregarse al maremágnum de opiniones, críticas, evaluaciones y otras expresiones del parecer que la inquieta actualidad está provocando entre los usuarios patrios de nuestra casi cuarentona democracia —alguna cana ya empieza a peinar, aunque se la disimulen con tinta de algún periódico reciclado.

Tras una segunda mitad de mayo balompédica hasta más no poder, y tauromáquica dramática hasta más no sangrar, sin solución de continuidad, llegó la eurosorpresa del partido nominalmente potente y emergente del singular politólogo de la coleta, la dimisión del cántabro exprofesor de química orgánica, el debate interno o primario en el partido de la rosa, la expresión de la intenciones sucesorias —al trono monclovita— de la exministra autoexiliada en Miami, la dimisión fulminante de un juez constitucional por conducir falto de casco y sobrado de tasa de alcoholemia y, como real colofón, la abdicación del borbón más campechano, con el inminente acceso al trono del sexto de la saga de los felipes de España. Qué estrés.

En esa misma España por ahora borbónica hemos tenido que desempolvar a la vez las tres gorras de expertos que más nos gustan: fútbol, toros y, ahora, alta política ¿qué más queremos? ¿alguien piensa que estamos atocinados y sin opinión? Eso es falso de toda falsedad. O no.

Si pudiéramos cotillear las conversaciones —dicen que Obama ya lo hace—, y llegásemos a escuchar los argumentos de los participantes en cualquiera de los debates espontáneos de estos días, la decepción podría ser más fuerte que la satisfacción, pues resulta que, con honrosas excepciones —profesionales en cada materia, no tertulianos profesionales, por ser algunos juez y parte—, las diatribas no alcanzan a hilvanar más de tres o cuatro razones básicas.

El lastimoso común de los que gastamos esas gorras de analistas reversibles por tres caras hacemos válido el refrán de «la ignorancia es atrevida», y las más de las veces basamos nuestra explicación en el último tuit que hemos visto, o en el penúltimo MEME —foto con frase alegórica, humorística o «de pensar»— que nos colocan en guasap de nuestro móvil. Lecturas de referencia que, en el mejor de los casos, totalizan unas 20 palabras. Hay quien lee blogs o la prensa, pero es minoría, me temo.

Esa falta de fondo documental no nos impide, sin embargo, proclamar sin ningún recato lo que haríamos para solucionar los problemas surgidos en una de esas charletas-debate. Sin pestañear podemos pasar de exigir un referéndum para pedir la III República, a detallar la mejor alineación posible para el mundial, o mostrar las fotos de los últimos morlacos de San Isidro que llevamos en el smartphone, expresando nuestro pronóstico visual para la corrida de esa misma tarde. A veces, incluso, se nos hincha la yugular durante la defensa de nuestras sesudas tesis.

En España, el género radiotelevisivo de las tertulias no hace más que «canalizar» —¿pillan el doble sentido?— lo que mejor sabemos hacer: opinar sobre todo. Luego, no nos quejemos si un día se colocan al frente del cotarro los que mejor sepan manejar y orientar el relato sin más fundamento que el de su propio interés. En mi caso, creo que prefiero la sensación de parecer ignorante y no opinar, que ver las caras de los que me escuchan, porque están confirmándolo, todo por no haber leído o reflexionado lo suficiente sobre una materia.